Apologética y teodicea.

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    • #26

    [Apologética y teodicea. Comentario 25].
    Las argumentaciones de los intelectuales anticristianos, no sólo de Marco Aurelio (121-180), sino también de Galeno (129-200), Luciano de Samósata (125-181), Peregrino Proteo (95–165) y sobretodo Celso (se desconoce las fechas de su nacimiento y muerte, aunque se sabe que vivió durante el siglo II de nuestra era), entre otros, comenzaban a adquirir talante devastador. Por ejemplo, el filósofo Celso escribió una obra titulada “El discurso verdadero contra los cristianos”, que puede considerarse como una culminación argumental extremadamente corrosiva para la fe en Cristo, con el agravante de que los razonamientos contenidos en dicha obra parecían salir a borbotones de la página escrita y tomar posesión de las mentes de la mayoría de los ciudadanos del Imperio, propagando así un clima completamente adverso a la evangelización e incluso presumiblemente apolillador de la fe de los propios evangelizadores.

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    • #27

    [Apologética y teodicea. Comentario 26].
    Hacia la segunda mitad del siglo II de nuestra era, la intelectualidad del mundo romano casi se mofaba en pleno de las creencias del cristianismo; o bien, en ciertos casos puntuales, las consideraba de tan insuficiente seriedad como para no perder el tiempo siquiera en tomarlas en cuenta. Ellos estaban persuadidos de que “ser salvado” de la falta de sentido de la vida, del desorden de las vicisitudes, de la nada de la muerte, o del dolor, se podía dar únicamente mediante una “sabiduría filosófica” profunda alcanzada sólo por una élite de raros eruditos; por lo tanto, el hecho de que los cristianos basaran esa “salvación” en la “premisa absurda” de la resurrección de un hombre ajusticiado en Palestina (una provincia marginal del Imperio) como si fuera un esclavo revolucionario, era una locura. Además, el que los cristianos creyeran en el mensaje de este reo ya eliminado, que dirige una esperanza preferente a los marginados y a los pobres (es decir, al “polvo humano”) y que predicaba la fraternidad universal (y que se atrevía a hacerlo en una sociedad escalonada en forma de pirámide, con sus estamentos o clases bien definidos, con sus ciudadanos de élite y sus esclavos infrahumanos, y donde se considera que dicha situación es una extensión del “orden natural” al ámbito antrópico), era otra locura intolerable y perniciosa, que podía trastornar todo el equilibrio social. Es por eso que, desde el filósofo respetable al más cretino poblador, todos consideraban que a los cristianos había que eliminarlos, pues eran los destructores más peligrosos de la civilización humana. Los intelectuales anticristianos centraron su aversión contra la idea misma de “revelación desde lo alto” que los discípulos de Cristo afirmaban atesorar y que, por supuesto, no estaba basada en la “sabiduría filosófica”; y también contra las sagradas escrituras, ya que esos anticristianos, sin conocimiento profundo de las mismas, sostenían gratuitamente que las tales albergaban contradicciones historiográficas, textuales y lógicas; e, igualmente, se burlaban con desdén de los “dogmas irracionales” con que calificaban el asunto del Logos celestial que se hace carne y habita entre los hombres (Evangelio de Juan) y luego se somete a una muerte ignominiosa, más propia de un esclavo despreciable que de un Maestro religioso; incluso despotrican de la moral cristiana (fidelidad en el matrimonio, honestidad, respeto de los demás, mutuo socorro), la cual suponen alcanzable únicamente por un pequeño núcleo de filósofos, mas no rotundamente por una masa intelectualmente pobre de cristianos. Por consiguiente, toda la doctrina cristiana era, para estos intelectuales, la más abominable locura, una fuente inagotable de amenaza social, tal como lo era la creencia en la resurrección de los muertos (es decir, en el predominio de la vida sobre la muerte) y la preferencia dada por Dios a los humildes, o como también lo era la búsqueda de la fraternidad universal. Es decir, todo el pensamiento cristiano era visto como absolutamente irracional y contraproducente. El filósofo griego Celso, en su “Discurso verdadero contra los cristianos”, escribe: “Recogiendo a gente ignorante, que pertenece a la población más vil, los cristianos desprecian los honores y la púrpura, y llegan hasta llamarse indistintamente hermanos y hermanas... El objeto de su veneración es un hombre castigado con el último de los suplicios, y del leño funesto de la cruz ellos hacen un altar, como conviene a depravados y criminales” (Nota importante: parece que Celso, mal informado y quizás mal intencionado, atribuye a los cristianos de su época una idolatría, la de la “cruz”, que no apareció en el escenario sino hasta dos siglos más tarde, cuando el emperador Constantino el Grande, supuestamente convertido al cristianismo, adoptó este símbolo como el emblema religioso oficial y distintivo del Imperio).

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    • #28

    [Apologética y teodicea. Comentario 27].
    Los antecedentes ideológicos de todo el odio generalizado que para mediados del siglo II se había desarrollado contra los indefensos y pacíficos cristianos primitivos hay que buscarlos en las creencias de un mundo artificial pagado de sí mismo, de una egocéntrica sociedad de la antigüedad clásica, impulsada por un tinglado de paradigmas filosóficos que se habían ido fraguando en sutil oposición a las verdades reveladas en las sagradas escrituras y donde ya no existía la contención (en pro del denominado Antiguo Testamento) de sus ancestrales y numerosos depositarios, a saber, los hebreos y después los judíos y filojudíos, cuya influencia en el Imperio había desaparecido drásticamente a resultas de la rebelión de Bar Kojba y la subsiguiente Segunda y última Guerra Judeorromana (años 132 a 135); e incluso puede que dicha Rebelión hubiera aportado su grano de arena adicional a la animadversión anticristiana que pesaba en todo el Occidente europeo y más allá. Pues para la generalidad de los ciudadanos romanos de esa época (mediados del siglo II ), el Estado, de acuerdo con las ideas del admirado y reputado filósofo Platón, no era nada más que una asociación de iguales, que buscaban en común una existencia feliz y tranquila; pero se decía por todas partes que los cristianos vinieron a destruir esa acariciada norma, a romper todas las reglas de juego y a derruir el Imperio Romano. No extraña, por tanto, que Jesucristo, poco más de un siglo antes, hubiera pronunciado unas palabras alertadoras en beneficio de sus seguidores, para inducirlos a la máxima prudencia: “Mirad, os estoy enviando como ovejas en medio de lobos; por lo tanto, demostrad ser cautelosos como serpientes, y, sin embargo, inocentes como palomas” (Evangelio según Mateo, capítulo 10, versículo 16; Biblia TNM de 1987).

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