[Apologética y teodicea. Comentario 26].
Hacia la segunda mitad del siglo II de nuestra era, la intelectualidad del mundo romano casi se mofaba en pleno de las creencias del cristianismo; o bien, en ciertos casos puntuales, las consideraba de tan insuficiente seriedad como para no perder el tiempo siquiera en tomarlas en cuenta. Ellos estaban persuadidos de que “ser salvado” de la falta de sentido de la vida, del desorden de las vicisitudes, de la nada de la muerte, o del dolor, se podía dar únicamente mediante una “sabiduría filosófica” profunda alcanzada sólo por una élite de raros eruditos; por lo tanto, el hecho de que los cristianos basaran esa “salvación” en la “premisa absurda” de la resurrección de un hombre ajusticiado en Palestina (una provincia marginal del Imperio) como si fuera un esclavo revolucionario, era una locura. Además, el que los cristianos creyeran en el mensaje de este reo ya eliminado, que dirige una esperanza preferente a los marginados y a los pobres (es decir, al “polvo humano”) y que predicaba la fraternidad universal (y que se atrevía a hacerlo en una sociedad escalonada en forma de pirámide, con sus estamentos o clases bien definidos, con sus ciudadanos de élite y sus esclavos infrahumanos, y donde se considera que dicha situación es una extensión del “orden natural” al ámbito antrópico), era otra locura intolerable y perniciosa, que podía trastornar todo el equilibrio social. Es por eso que, desde el filósofo respetable al más cretino poblador, todos consideraban que a los cristianos había que eliminarlos, pues eran los destructores más peligrosos de la civilización humana. Los intelectuales anticristianos centraron su aversión contra la idea misma de “revelación desde lo alto” que los discípulos de Cristo afirmaban atesorar y que, por supuesto, no estaba basada en la “sabiduría filosófica”; y también contra las sagradas escrituras, ya que esos anticristianos, sin conocimiento profundo de las mismas, sostenían gratuitamente que las tales albergaban contradicciones historiográficas, textuales y lógicas; e, igualmente, se burlaban con desdén de los “dogmas irracionales” con que calificaban el asunto del Logos celestial que se hace carne y habita entre los hombres (Evangelio de Juan) y luego se somete a una muerte ignominiosa, más propia de un esclavo despreciable que de un Maestro religioso; incluso despotrican de la moral cristiana (fidelidad en el matrimonio, honestidad, respeto de los demás, mutuo socorro), la cual suponen alcanzable únicamente por un pequeño núcleo de filósofos, mas no rotundamente por una masa intelectualmente pobre de cristianos. Por consiguiente, toda la doctrina cristiana era, para estos intelectuales, la más abominable locura, una fuente inagotable de amenaza social, tal como lo era la creencia en la resurrección de los muertos (es decir, en el predominio de la vida sobre la muerte) y la preferencia dada por Dios a los humildes, o como también lo era la búsqueda de la fraternidad universal. Es decir, todo el pensamiento cristiano era visto como absolutamente irracional y contraproducente. El filósofo griego Celso, en su “Discurso verdadero contra los cristianos”, escribe: “Recogiendo a gente ignorante, que pertenece a la población más vil, los cristianos desprecian los honores y la púrpura, y llegan hasta llamarse indistintamente hermanos y hermanas... El objeto de su veneración es un hombre castigado con el último de los suplicios, y del leño funesto de la cruz ellos hacen un altar, como conviene a depravados y criminales” (Nota importante: parece que Celso, mal informado y quizás mal intencionado, atribuye a los cristianos de su época una idolatría, la de la “cruz”, que no apareció en el escenario sino hasta dos siglos más tarde, cuando el emperador Constantino el Grande, supuestamente convertido al cristianismo, adoptó este símbolo como el emblema religioso oficial y distintivo del Imperio).