[Pseudoveltíosis natanatórica, comentario 214]
La sagrada escritura contiene varios indicios de que hubo personas judías del primer siglo de nuestra era, sumamente devotas, que al principio tenían un concepto y unas expectativas bastante desacertadas acerca del Mesías; eran unas expectativas que sólo Dios, en su bondad y misericordia para con los seres humanos que buscan sinceramente la verdad, podía reconducir de manera que finalmente alcanzaran una interpretación fidedigna que les evitara la confusión espiritual. Por ejemplo, acerca de los primeros días de la vida de Jesús recién nacido, el evangelista Lucas escribe lo siguiente: «Al cumplirse los ocho días (se sobreentiende: Ocho días de edad) para que fuera circuncidado el niño (se sobreentiende: José y María, los padres del niñito, siguiendo una ordenanza de la Ley mosaica, fueron a circuncidar a Jesús), llamaron su nombre Jesús (se sobreentiende: Le pusieron por nombre Jesús), porque así fue llamado por el ángel antes que fuera concebido en el vientre (se sobreentiende: Un ángel llamado Gabriel, meses atrás, se apareció a María y le especificó que el nombre del futuro bebé debería ser Jesús). Al cumplirse los días de la purificación de ellos según la ley de Moisés, trajeron al niño a Jerusalén para presentarlo ante Yahweh, tal como está escrito en la ley de Yahweh: “Todo varón que abra matriz será llamado Santo de Yahweh”, y para ofrecer sacrificio según lo escrito en la ley de Yahweh: “Un par de tórtolas o dos palominos”. Y había cierto varón en Jerusalén que tenía por nombre Simeón. Éste era un varón recto y justo que esperaba la consolación de Israel (se sobreentiende: Esperaba que Israel fuera liberado de su servidumbre a las naciones gentiles, en este caso a Roma), y el Espíritu Santo estaba sobre él. A él le había sido dicho por el Espíritu Santo que no vería la muerte hasta que viera al Cristo de Yahweh. Éste, movido por el Espíritu, llegó al templo, y cuando los padres trajeron al niño Jesús para hacer con él según lo ordenado por la ley, él lo tomó en sus brazos y bendijo a Dios, diciendo: “Ahora, Señor mío, permite que tu siervo se vaya en paz, según tu palabra, porque he aquí que han visto mis ojos tu misericordia, la cual preparaste en presencia de todos los pueblos: Luz para revelación a los gentiles, y gloria para tu pueblo Israel”. Y José y María estaban asombrados por las cosas que se decían de él (se sobreentiende: Estas palabras permitían acariciar la idea tradicional, es decir, que el futuro Mesías, o este niñito, sería un libertador del pueblo). Habiéndolos bendecido Simeón, dijo a su madre María: “He aquí que éste ha sido puesto para caída y levantamiento de muchos en Israel, y para señal de controversia, a fin de que sean revelados los pensamientos de los corazones de muchos (se sobreentiende: Ahora, con estas expresiones proféticas, el anciano Simeón estaba aclarando que el verdadero Mesías, lejos de traer liberación a la nación israelita, como la mayoría esperaba, iba a servir de controversia de cara a poner de manifiesto las verdaderas motivaciones que había en los corazones de la gente de su generación, de tal manera que en los tribunales celestiales quedara claro quiénes componían la simiente de la mujer simbólica y quienes no); y una lanza traspasará tu misma alma (se sobreentiende: Tales palabras, dirigidas a María, vaticinaban lo que esta madre habría de esperar en el futuro, a la vuelta de pocas décadas, a saber, un gran sufrimiento emocional cuando viera que su hijo habría de ser muerto a la manera de un vulgar asesino). Y había una profetisa, Ana, hija de Fanuel, de la tribu de Aser. Ella era de edad avanzada y había vivido siete años con su marido desde que se casó. Era una viuda de ochenta y cuatro años, y no se apartaba del templo y servía estando en ayuno y oración día y noche. Y también en ese preciso momento ella se encontraba presente dando gracias a Yahweh, y hablaba de él (se sobreentiende: Hablaba del niño Jesús, como muy bien aclaran muchas otras Biblias) a todos los que esperaban la redención (se sobreentiende: Liberación, mediante el pago de un sacrificio expiatorio que los judíos asociaban con los holocaustos ofrecidos en el Templo) de Jerusalén» (Evangelio según Lucas, capítulo 2, versículos 21-38; Nuevo Testamento, Biblia Peshitta).